El diálogo de la avena y el pan

Ante las mismas colas, la misma preocupación que nos ocupa para conseguir comida o medicinas, lo único que se me ocurre pensar es que nada pasará.

Hace algunos días tuve la oportunidad de visitar un colegio en el suroeste de Caracas. Algunos niños que estudian ahí se benefician con una iniciativa social que se lleva a cabo un dispensario de la zona. Consiste en ubicar un comedor donde los pequeños puedan recibir almuerzo todos los días. Con alimentos donados por diferentes empresas y asociaciones.

Provea ha denunciado desde finales de 2014 que la deserción escolar a nivel primario (de primero a sexto grado) ha aumentado en un 45% en todo el país porque la mayoría de los estudiantes no tiene qué comer antes de ir a clases. Por lo que sus padres optan por no mandarlos o que los acompañen a buscar alimentos. Ante esta perspectiva, una ONG ha tomado algunos espacios de la ciudad, para que niños en edad escolar puedan comer luego de ver clases.

Una de las reglas para participar es que cada uno de ellos lleve su plato, cubierto y vaso para comer. Si no lo llevas, no recibes el beneficio.

Esa pequeña acción valió más que cualquier marcha o diálogo que se pueda suspender en el país.

Mientras estaba en el colegio, uno de estos niños beneficiados me preguntó la hora. Después de responder le pregunté si había comido y me dijo que sí, pero que no había podido tomar avena porque no llevo vaso. “Es que en mi casa no hay”. Esa respuesta me llegó a los huesos. Como pude le conseguí un vaso desechable y le pedí a la señora que repartía la comida que le diera avena. Él se tomó tres tandas y cuando me iba, levantó sus dos pulgares en señal de victoria y me dijo: “gracias señor”.

Ese pequeño gesto. Esa pequeña acción valió más que cualquier marcha o diálogo que se pueda suspender en el país. Ese niño, que no pasaba de los ochos años, brindó una lección de humildad y coraje que le hace falta a mucho de los políticos venezolanos.

¿Tendrá ese niño un espacio en la mesa de diálogo oposición/oficialismo? ¿Podrá llegar y pedir una arepa rellena con queso blanco para calmar su hambre?

El hambre no conoce de edad o estados bancarios. Sí, es un cliché, y eso es lo que enoja más.

Luego de esa experiencia en Las Mayas, el día de mi cumpleaños me tocó hacer una cola de casi dos horas para comprar tres piezas de pan –a precio regulado– en una panadería cerca de donde vive mi madre. Mi celebración consistía en un bizcocho hecho con papelón porque tengo seis meses que no consigo azúcar, y algo de pan para poder acompañar unas caraotas –oro en granos– que mi esposa reservó para la ocasión. Mi suegro tuvo la suerte de que le llegarán algunas en su bolsa CLAP mensual, y nos regaló un poco.

Lo trágico es que ellos cambiaron el andar en bicicleta o jugar pelotica de goma por un nuevo entretenimiento: buscar pan como la última actividad de alegría.

Mientras estaba en la cola, observaba como las nuevas tribus urbanas, agrupadas en la lucha contra el hambre, se agrupaban al inicio de la línea rogándole al encargado de la venta que los dejará llevarse algo de pan. Eran niños entre ocho y doce años. Todos vestían pantalones cortos, sandalias remendadas con tirro blanco y diversas camisas que recordaban a equipos de la liga española de fútbol. Me acerqué a uno de ellos y le pregunté desde hace cuánto estaban buscando comprar pan: “desde esta mañana, pero en las panaderías no le venden a los menores de quince años”. Me respondió un niño de once años que buscaba comprarle pan a su mamá que tenía tres días sin comer.

No sabemos si estas historias son reales. Quizás estos niños estén ahí por mandato expreso de sus padres para luego revender esas piezas de pan. Ese no es el punto. Lo trágico es que ellos cambiaron el andar en bicicleta o jugar pelotica de goma por un nuevo entretenimiento: buscar pan como la última actividad de alegría en un país que se debate entre dos bandos políticos.

Mientras tanto, el mundo aún no supera el hecho que un empresario sea el nuevo presidente de los Estados Unidos. Que la xenofobia y el populismo estén ganando terreno en Europa y que en nuestro continente, las mujeres ahora son carne fresca para todo tipo de depredadores –humanos-.

Luego de las elecciones en Estados Unidos, esa mañana del 9 de noviembre donde una especie de estupor rodeaba a la Tierra, conversaba con mi esposa sobre las implicaciones para Venezuela de la victoria de Donald Trump. Y en vez que contestar de manera coherente, lo único que se me ocurrió pensar es que nada pasaría. Que igual no conseguiría pañales para mi bebé –mi esposa tiene ocho meses de embarazo-, y que las mismas colas, la misma preocupación que nos ocupa para conseguir comida o medicinas está presente.

Ella me miró con algo de odio y me dijo que era un antipático. Sin embargo, luego remató su posición con una idea que no es tan mala: Jefferson, ¿y si nos mudamos a Marte?