No nos traten como estúpidos

El liderazgo democrático no puede cometer el error de despreciar el sentido común de los millones de venezolanos que votaron por el hombre que acaba de exiliarse. Lo que está pasando es gravísimo y merecemos respuestas

Nadie puede negar que Edmundo González Urrutia tenía motivos para querer irse. Ante el terrorismo de estado que se ha desplegado a la vista de todo el mundo -y hasta con orgullo por parte del régimen de Maduro- es evidente que el chavismo está dispuesto a superar todas sus marcas de brutalidad y a hacer todo lo que le dejen hacer, incluso invadir una sede diplomática. 

Él y su familia habrán sentido miedo, claro. Lo podemos entender, porque todos tenemos miedo: los de adentro, los de afuera, y hasta el propio chavismo, que siempre tiene miedo de perder el poder y por eso se faja cada día para conservarlo cueste lo que cueste. 

Ser venezolano es tener miedo. 

Lo que diferencia a González de todos los demás venezolanos es que por él votaron más de siete millones de personas para que sea presidente, como han demostrado las actas publicadas online por el Comando por Venezuela, como han confirmado numerosos investigadores y medios de comunicación de alcance global, como parecen respaldar instituciones como el Centro Carter, y como de hecho lo consideran la Unión Europea y unos cuantos gobiernos. 

Más nadie en la Tierra tiene esa característica que tiene Edmundo González. Ciertamente no la tiene Maduro, ni la tenían Juan Guaidó ni Henrique Capriles: el mandato de tantos millones por liderar la reconstrucción del país que ha sufrido la más drástica y veloz devastación social y económica, sin haber pasado por una guerra, de la historia contemporánea del mundo.

Por tanto, así como no podemos negar que González tenía por qué sentir miedo, tampoco podemos negar que exiliarse a España, de pronto, en la noche entre un sábado y un domingo, es gravísimo, por no decir catastrófico, tratándose del hombre que se supone que -según el hilo constitucional que estamos tratando de restaurar- debe asumir la presidencia el próximo 10 de enero. 

Producto de la injusta cadena de acontecimientos que conocemos, González aceptó la candidatura, supone uno que sabiendo los enormes riesgos que venían con ella. Gracias a esa decisión suya, ganó la elección con unos números que nadie ha hecho jamás en Venezuela. Poco más de un mes después, sin duda acosado por una dictadura inhumana, se fue a Madrid, desde donde mandó un mensaje de audio y luego un comunicado que deben estar entre las peores piezas de comunicación política que al menos yo recuerdo haber visto en el ámbito venezolano en décadas.

Más nadie en la Tierra tiene esa característica que tiene Edmundo González. Ciertamente no la tiene Maduro, ni la tenían Juan Guaidó ni Henrique Capriles: el mandato de tantos millones por liderar la reconstrucción del país que ha sufrido la más drástica y veloz devastación social y económica, sin haber pasado por una guerra, de la historia contemporánea del mundo.

Eso es lo que pasó. Y los venezolanos, incluso los que no pudimos votar porque vivimos fuera, tenemos derecho a sentir tristeza, ira, frustración y desesperanza. Tenemos derecho a sentirnos traicionados. Sobre todo quienes tienen a seres queridos en una cárcel, o en un cementerio, por haber trabajado para la victoria, por hacer periodismo, por defender a las víctimas de la represión o sólo por haber salido a protestar por el robo de la voluntad de esos millones de personas que votaron por ese mismo señor que, temiendo por su familia y con razón, pasó a la clandestinidad, y ahora está en España, sin aclarar si espera volver o si sigue considerándose a sí mismo atado a ese mandato que le dio la mayoría de la sociedad venezolana en Venezuela.

Lo que pasó el 28 de julio no es sólo un logro de María Corina Machado y la Plataforma Unitaria, y hasta del propio Edmundo González: también, o sobre todo, es un logro de una buena parte de nuestra gente. Millones de personas se pusieron en riesgo para ir a votar. Y al menos decenas de miles se sometieron a un peligro aún mayor por recoger actas, conservarlas y ayudar a acumular la evidencia que hoy conoce el mundo, y que en efecto no se puede revertir. 

Todos nosotros, y especialmente ellos, necesitamos ahora que nos digan cuál es el plan. Sobre todo, necesitamos que recuerden todo lo que hemos vivido en un cuarto de siglo: cómo nos quitaron el futuro, nos reescribieron el pasado y nos jodieron el presente.

Necesitamos que recuerden, en el actual liderazgo de la oposición, que los venezolanos podemos ser mágico-religiosos y folklóricos y emocionales, pero no somos estúpidos. Nosotros sabemos que estamos ante una dictadura, que esto no se resuelve de un día para otro, y que no es fácil. 

No nos pueden dorar la píldora del exilio del supuesto presidente electo con instantes extraídos de otra parte de la Historia, como una carta que Rómulo Betancourt escribió un día, alegando que su exilio sólo serviría para salvar la causa. Nosotros sabemos que Edmundo González no es Betancourt. Que esta no es la Venezuela ni el mundo de mitad del siglo XX, y que la Historia venezolana y de todos lados está llena de exiliados que no volvieron y de causas justas que se perdieron.

Tampoco nos pueden decir que la verdad prevalecerá, por muy chévere que suene. Es una época de oro para las teorías conspiratorias, la desinformación y la mentira como arma política. Es difícil encontrar un momento en la historia contemporánea en que la verdad, sobre cualquier cosa, tenga menos valor que ahora. 

Tampoco nos sirve ya la idea – heredada de aquella generación que hizo la democratización entre 1928 y 1958 – de que la democracia llegará, de que está al final del camino como un tesoro al final del arcoiris. Nos piden que confiemos: pues ojalá pudiéramos confiar. Resulta que el éxito no está nada garantizado. En Venezuela llevamos un cuarto de siglo alejándonos sin pausa de una vida en democracia, y hasta la hemos visto retroceder o tropezar en muchos países donde nunca imaginamos a principios de este siglo que eso podía pasar. La recuperación democrática no es un resultado por default: es inmensamente difícil de lograr, y casi ninguno de nosotros sabe cómo. Necesitamos que, los que saben, lo expliquen.

Todos nosotros, y especialmente ellos, necesitamos ahora que nos digan cuál es el plan. Sobre todo, necesitamos que recuerden todo lo que hemos vivido en un cuarto de siglo: cómo nos quitaron el futuro, nos reescribieron el pasado y nos jodieron el presente.

No podemos esperar que nos libren de las consignas, pero “hasta el final” y “paciencia estratégica” están empezando a sonar como “el tiempo de Dios es perfecto”. Eso ya era difícil de tragar en 2013; luego de la emergencia humanitaria compleja y de la emigración de un cuarto de la población, es inaceptable. En vez de respuestas a nuestras preguntas, nos están dando slogans, o no nos están dando nada sino silencio. En los primeros días de agosto parecía que todos, desde María Corina hasta el gobierno de Biden, estaban esperando a que Lula y Petro convencieran a Maduro de que negociara su salida. Pero Maduro ni siquiera les atiende al teléfono a sus vecinos de izquierda, pasó más de un mes, y nuestros líderes se han ido acostumbrando a hacernos esperar por sus reacciones a lo que va ocurriendo, si es que reaccionan. Su mudez durante el último apagón nacional era desconcertante, pero sus balbuceos ante el exilio de González ya lo que dan es arrechera. 

Por culpa sobre todo del chavismo, de la debilidad de la respuesta internacional y ahora también de la partida de Edmundo González, Machado está metida en un problema, y con ella todos los demás: aunque sin ocultar que la tarea es titánica, siempre prometió que iban a ganar y a cobrar, pero a diferencia de Capriles, no hay duda de que EGU ganó, y no se ha cobrado.

Lo que estamos sintiendo todos, desde los que profesionalmente intentamos entender y explicar Venezuela hasta los demás venezolanos de toda edad, nivel socioeconómico u ocupación, es que en este momento no saben qué hacer. María Corina construyó un enorme capital político personal en pocos meses, con un admirable valor personal que aún sigue demostrando al admitir que la salida de González incrementa el riesgo sobre ella y que aún así quiere seguir en Venezuela. Yo celebro que haya corregido su rumbo político para conectar con los venezolanos comunes. Pero luego de liderar la hazaña colectiva del 28 de julio y de demostrar la victoria con las actas, parece haberse encontrado con el límite de su know how: ya no se trata de aprovechar el sistema electoral y de hacer ingeniería junto con sus expertos, sino de hacer coincidir la presión interna y externa para que la alianza que sostiene a Maduro se quiebre. 

Por culpa sobre todo del chavismo, de la debilidad de la respuesta internacional y ahora también de la partida de Edmundo González, Machado está metida en un problema, y con ella todos los demás: aunque sin ocultar que la tarea es titánica, siempre prometió que iban a ganar y a cobrar, pero a diferencia de Capriles, no hay duda de que EGU ganó, y no se ha cobrado.

Y sí, el verdadero liderazgo es el de Machado, pero las actas que prueban que Maduro se tiene que ir no tienen su nombre, sino el del antiguo diplomático que se acaba de exiliar. ¿Cómo es eso de que él va a asumir el 10 de enero? ¿Cómo se hace presión interna con la gente en la calle, si el hombre por quien votaron se fue, gracias a la mediación, por ejemplo, de José Rodríguez Zapatero? Y si no hay presión interna, si los venezolanos en Venezuela no están protestando, ¿qué motivos tendrán gobiernos e instituciones como la Corte Penal Internacional para hacer más de lo que están haciendo, de lo poco que en realidad pueden hacer?

Muchas de las respuestas son terribles. Contienen cosas que no queremos oír. Pero lo que merecemos es la verdad. Si pretendemos prevalecer con ella, empecemos por tratar como adultos, como ciudadanos y no followers de redes sociales, a los verdaderos protagonistas de esta historia: los venezolanos en Venezuela viviendo bajo aquel horror.