Conversaciones con un hombre del régimen
Aunque dejé de ser agregado militar de Estados Unidos en Venezuela hace dos décadas, mantengo un vínculo con un funcionario en activo. Esto es lo que me ha contado


Esto no es una revelación. Es el rastro de una relación que ha sobrevivido la ideología, el silencio y el paso del tiempo. Y de la disonancia persistente que sostiene a un régimen mucho después de que se desvanece la fe.
Pero también es otra cosa. Una historia que mezcla memoria, realidad y algo más difícil de nombrar. Los hechos son reales, o casi. Pero algunas cosas deben permanecer vagas, por razones que serán obvias para unos e inverosímiles para otros. Puedes aceptarlo, cuestionarlo o descartarlo por completo. Está bien. Ahora también es tu historia.
Este es el registro de una relación, no exactamente una amistad, que ha resistido décadas, desacuerdos y cambios de rol. Una de esas conexiones raras en Venezuela que sobrevive no por la ideología, sino a pesar de ella.
También es una ventana –parcial, empañada, pero reveladora– sobre cómo el poder se mantiene allí: por el cansancio, por la rutina, por un entendimiento silencioso de que las creencias son opcionales, pero no el control.
En Venezuela, no todas las relaciones giran en torno a la ideología. Algunas se construyen en el tiempo, al ritmo de los espacios compartidos, las largas esperas y esos pequeños rituales que hacen que la política se sienta menos como una maquinaria y más como una obra de teatro que nunca termina, con un elenco que aprendes a conocer.
Más allá de la política de pasillo
Conocí a este hombre cuando él era oficial de enlace de un alto funcionario chavista y yo el agregado militar de EEUU en Venezuela. En Caracas, por entonces, todos se cruzaban constantemente en recepciones, ceremonias, eventos diplomáticos. Siempre había algo. Veías las mismas caras una y otra vez. Con el tiempo, dejaban de ser simples colegas. Pasaban a ser parte de tu paisaje.
Aprendí pronto el ritmo de la burocracia venezolana. Una reunión fijada para las 10 de la mañana significaba una audiencia en la que una docena de personas más esperaban su turno mientras los asistentes ofrecían vasitos de café y los oficiales y comandantes hacían chistes como muchachos castigados en la dirección de la escuela. Podías sentarte una hora sin aburrirte. Era como esperar en una barbería: rumores, risas, un poco de chisme, y la sensación de que si te quedabas lo suficiente, algo importante podría caer en tus manos.
Él pedía un favor –ayuda con una visa para un familiar, una reunión con alguien difícil de contactar en la embajada– y yo le pedía que me abriera puertas también. Fuimos a bodas. Apretamos manos en graduaciones. Una vez coincidimos en un bautizo, riéndonos como si no tuviéramos nada que ver con el caos que nos rodeaba.
—No es un factor —dijo—. María Corina es simbólica. No está organizando nada que los amenace. Los que podrían actuar están afuera. Los que están adentro están callados o no importan.
Luego llegó abril de 2002. La ruptura que produjo la rebelión contra Hugo Chávez no fue inmediata, pero sí irreversible. Él se enteró de que yo había estado en contacto con personas ligadas a la oposición. Para él, eso significaba traición. Para mí, era cumplir con mi trabajo. Después de eso, el silencio duró más de una década.
Pero nunca cortamos la línea por completo. De vez en cuando, un familiar suyo me enviaba un saludo. Yo respondía con cortesía. Eventualmente, volvimos a hablar; primero de forma indirecta, luego con más soltura. Hablábamos del pasado, de amigos en común, de la salud. Al principio evitábamos la política. Con el tiempo, los límites se fueron diluyendo.
Últimamente, nuestras conversaciones han vuelto. No con frecuencia –una vez al año, luego dos– pero cuando llegan, se alargan. Una hora, a veces más. Él habla con cuidado. Yo también. Pero algo ha cambiado en él. Lo noto. El peso de los años dentro del aparato. La erosión de las certezas. La sombra larga que se proyecta incluso sobre los más devotos revolucionarios cuando comienzan a sobrevivir a su revolución. Cuando ellos mismos reconocen que sus actos ya no están a la altura de su discurso.
¿Amplificando las verdades del régimen?
Ahora, sin embargo, es un elemento fijo en el crepúsculo del sanctasanctórum chavista, lo suficientemente cerca del centro como para que las paredes de Miraflores no hagan eco cuando habla.
Esto fue lo que dijo en una conversación reciente:
—El Medio Oriente está en llamas otra vez, y eso nos da espacio. Los gringos están ocupados. Nadie nos está mirando.
Comentó que el precio del petróleo ha subido. Que aunque las sanciones siguen, ya encontraron cómo rodearlas. Chevron se fue, reemplazada discretamente por empresas chinas y argentinas. ¿Y el arancel de EE.UU.?
—No importa —dijo—. Seguimos mandando. Siguen comprando.
Los crímenes de los que acusan a los funcionarios del régimen –narcotráfico, corrupción, violaciones de derechos humanos– son, según él, persecuciones políticas, parte de una campaña imperialista de los medios.
Afuera hay imputaciones y comunicados de prensa. Adentro no significan nada. Adentro hay cenas y escoltas.
Ese es el ánimo dentro del régimen. No es triunfo. Es permanencia sin reto, mientras otros esperan que algo cambie.
Y luego, casi como al descuido, soltó:
—Mira, hasta nosotros sabemos que Edmundo ganó esas elecciones. Todos lo saben. ¿Y qué? Las elecciones ya no importan. Son puro teatro. Nosotros decidimos quién gana antes de que se impriman las papeletas. ¿Tú crees que el poder cambia de manos por un voto?
—Y la democracia? —le pregunté.
—Por favor. Maduro fue presidente ayer, hoy, y lo será mañana. Esa es la única democracia que cuenta. No están preocupados. Ninguno de ellos.
No quiso decir que se sienten invencibles. Quiso decir que no hay presión. No hay riesgo inmediato.
Le pregunté por la oposición dentro de Venezuela.
—No es un factor —dijo—. María Corina es simbólica. No está organizando nada que los amenace. Los que podrían actuar están afuera. Los que están adentro están callados o no importan.
—¿Y los militares?
—Siguen alineados. Sin fisuras.
—¿El pueblo?
—Bajo control. Las remesas los mantienen a flote.
—¿Los cubanos?
—Hasta ellos dicen que esta es la etapa más tranquila en años.
Lo presioné un poco.
—¿De verdad crees eso? ¿Y las famosas conspiraciones venezolanas? ¿Nadie teme que alguien esté tramando algo?
Hizo una pausa.
—Siempre hay alguien tramando algo —respondió—. Siempre hay algo en movimiento. Pero aquí las conspiraciones son como sombras. Cambian con la luz. A veces son reales. A veces son historias que nos contamos para no quedarnos dormidos. Sabemos que este tiempo de calma no va a durar. Pero por ahora, se puede respirar. Aquí hay un dicho viejo: “No es que el muerto está vivo… es que se le olvidó morirse”. Ese es el ánimo dentro del régimen. No es triunfo. Es permanencia sin reto, mientras otros esperan que algo cambie.
Cuando la línea quedó en silencio, me quedé con el mensaje un rato. Por un momento, recordé al amigo que conocí hace años:idealista, patriota, quizás incluso un poco ingenuo. Y me pregunté cómo fue que cambió, cómo se endureció la ideología, y cómo el poder transforma a quienes se acercan demasiado.
Hubo momentos en los que sus palabras parecían ensayadas, como frases repetidas demasiadas veces para tranquilizar a sus compañeros, ya no destinadas a la verdad. No podía decir si aún las creía o simplemente las necesitaba. Así es como funciona la supervivencia dentro del régimen.
Lo que me dejó sonó como una confesión, o tal vez un reto. En un país donde el suelo tiembla sin aviso, hasta un momento de quietud puede parecer control.
Pero cuando estás haciendo un banquete con tus compañeros junto a un volcán, rara vez miras hacia abajo.
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