Releer País portátil en 2025

La novela de Adriano González León que ganó el Premio Biblioteca Breve en 1968 congrega los temas políticos y las búsquedas formales de su momento, pero sigue siendo una experiencia literaria muy poderosa

Es un día de los 60, los años duros de la guerrilla urbana en Caracas, no sabemos si del gobierno de Betancourt o el de Leoni, y Andrés Barazarte, militante de una célula en una de las guerrillas comunistas cuyo nombre no sabemos, está muerto de miedo en la “cocina” de un autobús que ha tomado en Petare. Lleva entre las piernas un maletín con una carga peligrosa, y el tráfico de esa Caracas todavía sin metro, atrofiada por el crecimiento súbito, lo desespera; puede llegar tarde a su misión o, peor aún, ser alcanzado por los agentes de la DIGEPOL, el CICPC de la época. Mientras atraviesa el valle frenazo a frenazo hasta su destino en Catia, uno ve y oye y huele con él, por las ventanas del autobús, el país que ha desembocado en la capital, destino de migraciones externas e internas.

Un gentío habla, grita, compra, vende, se piropea, se insulta, se roza en las aceras, entre el monóxido de carbono, la música de los locales y el palimpsesto visual de las calles comerciales. Barazarte suda, ve y teme, recuerda. Cómo llegó allí, cómo se metió en ese enredo, y sobre todo, de dónde viene. Su memoria es coral: está llena de las voces de sus ancestros en las montañas de Trujillo, de sus heridas, afrentas y fantasmas, vestigios de un universo ya desaparecido que él abandonó para venir a vivir (y puede que a morir) en la metrópoli. Como a muchos de los hombres de su familia, lo atosiga una necesidad de pelear a muerte contra los poderosos, por demostrar su valía, pero es una pasión ciega, irracional, que no comprende y mucho menos controla. Como si fuera carne de cañón de una violencia que creía haber dejado atrás pero que se mueve con él: una violencia que es sinónimo de un país que se desplaza con quienes nacen en él.   

País portátil, de 1968, es una novela muy de esa época de experimentación, en términos formales y estructurales. Como hizo James Joyce con Leopold Bloom y Dublín en Ulysses, narra un día en la vida de un personaje y una ciudad, con técnicas como el flujo de conciencia, los saltos temporales y una polifonía de oralidad, discurso político y legal, castellano arcaico y jerga marxista sesentosa. Pero País portátil es mucho más accesible que su modelo irlandés, y no tiene ninguna conexión con la Odisea: Andrés Barazarte no está tratando de volver a casa, no es nada ingenioso, y está claro que ninguna deidad acudirá en su ayuda. 

Siempre se ha dicho, con razón, que País portátil es la representante venezolana entre las novelas canónicas del Boom, aquella explosión de creatividad, prestigio y ventas de la narrativa latinoamericana entre los 60 y los 80, que protagonizaron el colombiano Gabriel García Márquez, el peruano Mario Vargas Llosa, el argentino Julio Cortázar y el mexicano Carlos Fuentes. Hay otras novelas y cuentos con ambición experimental en la literatura venezolana de esos años, pero esta novela de Adriano González León (Valera, 1931 – Caracas, 2008) partió con ventaja, ganando el Premio Biblioteca Breve y saliendo con Seix Barral, de Barcelona, cuando era una editorial puntera del idioma. Y a diferencia de muchas obras de su momento, incluyendo unas cuantas de los campeones del Boom, sigue siendo magnífica en su pericia técnica, en su paisaje sonoro, en el modo en que convoca tantos mundos en ese viaje entre los dos extremos de Caracas. González León elabora distintas voces para atravesar siglos y geografías, entre ese torpe guerrillero atrapado en un autobús y su abuelo confinado a una mecedora en una antigua casa en Trujillo, lamentándose por la fuerza y la tierra que perdió por culpa de sus hijos y hermanos, el gobierno y los curas.

“A lo mejor estaba seguro de que no podría superar algo como País portátil. Estaba contento con lo suyo. Después de haberse codeado con tanto monstruo como Vargas Llosa y Gabo, no había, según creo, algún intento por ser así como siguieron siendo ellos, no le gustaba tampoco esa sobreexposición.

De El Miedo y Altamira, a Petare y Catia

País portátil es un reflejo inverso de Doña Bárbara, y no sólo en lo estilístico. Aquí el paisaje hostil no es el llano sino la ciudad, y el protagonista no quiere imponer el orden de acuerdo con un programa muy claro, como Santos Luzardo, sino subvertirlo, aunque no sepa del todo por qué. Barazarte ha sido arrastrado a la “lucha armada” sin una formación sólida, casi para integrarse en la ciudad. Está tan confundido con lo que le rodea como los inmigrantes italianos, croatas o canarios con los que se encuentra, gente que dio la espalda a sus tierras devastadas para atravesar el océano hacia un destino del que lo ignoraban todo. 

Doña Bárbara es optimismo, certeza, el paquete de una solución ante un lento, agobiante pasado; fue escrita casi como una teoría del porvenir, cuando faltaban varios años para los primeros experimentos democráticos. En País portátil la democracia ya empezó, pero es represión, caos, ruido; no sólo se aleja de la utopía civilista con que soñaba Gallegos, sino la imagen que muchos tenemos hoy de aquella Venezuela en que el Hotel Tamanaco brillaba sobre Las Mercedes y Viasa se preparaba para disparar, que contemplamos en nuestros tristes ritos nostálgicos en YouTube con aquel pietaje granulado de los centros comerciales y las autopistas, con antiguas portadas de TIME, de “cuando teníamos país”, que nos pasamos por WhatsApp. 

Como pasó con Doña Bárbara, País portátil se llevó al cine, pero no en México sino en Venezuela, en 1979. El largometraje de Antonio Llerandi e Iván Feo es todavía considerado uno de los más importantes del cine nacional. Es interesante cómo se distinguen los juicios que sobre él tenían sus codirectores, como se ve en este breve documental de Omar Mesones. Hazte tu propia opinión… pero después de leer o releer el libro.

Ambas novelas coinciden, también, en su tono crepuscular. Son croquis de un mundo y una era que mueren, y que se supone serán pronto reemplazadas por algo muy distinto. Debe haber sido eso lo que se sentía en los años 20 en que Rómulo Gallegos escribió Doña Bárbara, con el petróleo apenas reventando en el Zulia, y en los duros años 60 de antes de la “pacificación”. Pero en 2025, con la frustración que cargamos por dentro, uno tiene la sensación de que las grandes transformaciones que aquellas generaciones intentaron (la generación de Gallegos y Betancourt y Uslar Pietri y Adriani; la de Adriano González León y los demás cerebros de los grupos Sardio y El techo de la ballena, como Salvador Garmendia) no se completaron. La sensación de que la Venezuela rural nunca se superó del todo, y de que la metamorfosis urbana y del desarrollo jamás se completó.

País portátil es una novela del desencanto. A uno le vienen a la mente tantos cuentos y novelas posteriores, en Venezuela y otros lugares de América, atravesados por esa misma conmoción, esa resignación fascinada ante el caos de la urbe y lo incurables que son las enfermedades nacionales. Y hasta se burla de Doña Bárbara, a Bolívar, al orgullo nacional prefabricado: “¡Esta es Venezuela, compadre! dicen, me tomo un whisky campaneado y después una arepita, sustancias del llanerazo, hombre cuatriboleao, más criollo que el pan de hallaquita y el valor y el sudor y el patrimonio y el olor y la herencia y la dignidad y el fruto esparcido de los libertadores por los anchos caminos de la patria toda horizontes como la esperanza toda caminos como la libertad, llanura venezolana, donde una raza buena se jode hasta decir ya pero no importa porque la gran nación del caribe, la más septentrional de América del Sur, lo único que le hace falta es aprender y aprovechar sus riquezas naturales y dejar la pereza, llamada manguareo, porque la verdadera gloria consiste en ser buenos y en ser útiles”. 

La república del desencanto

Uno conecta con ese desencanto y con los momentos en País portátil que, concebidos en 1968, hoy lucen como presagios. Los guerrilleros quieren hacer estallar Tacoa para dejar Caracas sin luz, pero no lo logran; sin embargo, la planta termoeléctrica en efecto se quemó 14 años después. Las secuencias de la represión en El Silencio y El Guarataro te hacen pensar en el Caracazo pero también en las FAES. El mero título, por supuesto que sí, te hace pensar en la experiencia de la migración que hoy nos toca a todos nosotros, estemos dentro o afuera. Pero al leerla en 2025 lo que más resalta es su crítica a esa democracia que nos hemos acostumbrado a idealizar (o a satanizar, desde el chavismo). Pero no es para nada una novela chavista, no suscribe los mitos con los que el chavismo ha querido reescribir la historia. 

Como me cuentan sus hijos, Georgiana González y Andrés González Camino, Adriano nunca fue chavista. Era parte de esa intelectualidad de izquierda que militó en los 50 y los 60 pero que a partir de la invasión de Checoslovaquia en 1968 se separó del dogma soviético, y en 1971 lo hizo con el caso Padilla en Cuba, para hacer tienda aparte. “Mi papá y mi mamá fueron a Cuba a finales de los 60 y volvieron muy desilusionados”, cuenta Georgiana. “Después de eso mi papá participó en la fundación del Movimiento Al Socialismo, pero con los años dejó de participar en la política. “Le pasó lo que a muchos de la izquierda intelectual. Se desilusionó rápidamente del comunismo, pero continuó su camino en el socialismo y luego se fue desmarcando. En cualquier caso, siempre fue muy crítico de quién estuviera en el poder durante la alternancia de AD y Copei”.

Igual que muchos otros intelectuales que luego se fueron detrás de Chávez, Adriano era parte de la industria cultural de propiedad pública. Por muchos años tuvo un programa en los canales del Estado, Contratema, y publicaba en Monte Ávila Editores. De hecho Adriano fue agregado cultural en España en los 90, con el segundo gobierno de Rafael Caldera. Pero desde el primer momento vio en Chávez una mala noticia. “Eso lo tuvo siempre clarísimo”, dice Georgiana. Andrés recuerda el espanto de su papá ante la imagen del golpista en 1992, y ante su victoria electoral cuando volvieron de España en 1998. “Ellos no veían nada de la izquierda ahí”.

Ahora, esta joya de la cultura venezolana volverá a revivir. La editorial Alliteration, en Miami, espera publicar este año la primera traducción al inglés de País portátil, hecha por Guillermo Parra.

Recuerdo la polémica sobre por qué no hubo otro País portátil. Porque Adriano González León no volvió a publicar otra novela hasta 1994, cuando salió Viejo en Alfaguara; el resto de su obra es cuento, poesía y crónica. Georgiana recuerda que “el premio Seix Barral fue como un cohete propulsado que lo lanzó a la escena internacional, y esos años a finales de los 60 y comienzos de los 70 creo que fueron muy transformadores. Ahí vino para mi papá una etapa muy bohemia… la fama, la TV, la academia, ocuparon el quehacer y creo que no se sintió obligado a tener que hacer otra entrega de ese nivel. Creo honestamente que se dio por servido”.

Para Andrés, “a lo mejor estaba seguro de que no podría superar algo como País portátil. Estaba contento con lo suyo. Después de haberse codeado con tanto monstruo como Vargas Llosa y Gabo, no había, según creo, algún intento por ser así como siguieron siendo ellos, no le gustaba tampoco esa sobreexposición. Él decía que no era un productor serial de novelas y le ladillaba el tema, que no era de él sino de la gente. Incluso había quién decía que Venezuela se perdió la ola del Boom porque mi papá no continuó haciendo novelas como esa. Mi viejo tenía miedo de comercializarse, como lo tenía de ser un escritor panfletario, lo que se nota en País portátil. Estaba centrado más en ser una figura pública, en tener opiniones, en su programa de televisión y en sus clases… creo que le entusiasmaba más ser un divulgador nato con su palabra, así no fuese escrita, así fuese desde la barra”.

Porque era conocido que la manera más fácil de dar con el gran escritor era en alguna barra de Sabana Grande, con Caupolicán Ovalles y los otros tertulianos de la peña La República del Este.

“Capaz la República del Este”, dice Andrés, “era más emocionante que andar por ahí firmando libros en conferencias”.

Una historia que Adriano González León habrá contado muchas veces en esos bares es que el manuscrito se le perdió, y pasó días buscándolo sin éxito en los bares y restaurantes que frecuentaba, hasta que pasó por la pastelería Frisco, en la avenida Libertador, y le dijeron: “profesor, usted dejó este paquete aquí hace unos días”. Le habían guardado su obra maestra. La habían salvado.

Ahora, esta joya de la cultura venezolana volverá a revivir. La editorial Alliteration, en Miami, espera publicar este año la primera traducción al inglés de País portátil, hecha por Guillermo Parra. Ojalá eso genere una nueva atención hacia ella. Para Andrés, “a lo mejor País Portátil trata sobre la gran aventura lírica de sublevarse a través de décadas y no conseguir nada”. Hay algo de eso, sí, y de ese desacomodo de tiempos y lugares que hoy sufrimos casi todos los venezolanos, y de ese resabio fatalista que te deja la novela: de que los cambios históricos en Venezuela siempre llevan una gran cantidad de violencia absurda. La misma vibración que existe en otro clásico: Las lanzas coloradas, de Arturo Uslar Pietri.