María Corina se lo juega todo en el último inning
En Washington, el consenso bipartidista sobre Venezuela se desmorona. La posibilidad de una acción decisiva comienza a cerrarse, y el próximo movimiento de Trump podría definir el futuro del país —o el final de María Corina Machado


En esta época en que destructores estadounidenses patrullan el Caribe y Maduro recurre a defensas de cartón para advertir sobre su (falta de) preparación ante un ataque norteamericano, resulta casi absurdo que una de las historias más comentadas de la política venezolana no haya nacido de un enfrentamiento militar, sino de una entrevista en Bloomberg. En ella, María Corina Machado ofreció una respuesta ambigua —que ha sido ampliamente analizada— a Mishal Husain sobre el supuesto papel del régimen de Maduro en ayudar a “amañar” elecciones en Estados Unidos y otros países. Para muchos, el mensaje fue inconfundible: otro de sus ya clásicos guiños hacia El Catire.
La pregunta clave no es qué quiso decir —la ambigüedad es parte de su estrategia—, sino qué revela esa ambigüedad sobre su lectura de Washington. Machado parece apostar a que el consenso bipartidista que durante años acompañó la política estadounidense hacia Venezuela se ha fracturado, y que alinearse con la narrativa de Trump podría ser ahora su mejor jugada.
Estados Unidos ha desplegado una fuerza naval que, hace solo unos años, muchos analistas habrían considerado suficiente para hacer caer a Maduro con su mera presencia. Hoy, embarcaciones son destruidas en el mar y, aun así, el régimen no parece temblar. Mientras tanto, la Casa Blanca enfrenta presiones desde todos los frentes para dar el golpe o echarse para atrás. Eso debe pesar sobre un presidente que ha demostrado preferir las victorias rápidas a los conflictos prolongados.
Trump no es de apostar a un caballo que él percibe como perdedor. El presidente Americano podría decidir, en cualquier momento, que Venezuela ya no vale el esfuerzo geopolítico, y pasar a la siguiente causa —quizás los cristianos perseguidos en Nigeria, o la población blanca en Sudáfrica. Washington tampoco estaría dispuesto a repetir el limbo del “gobierno interino”: no habrá una segunda ronda de ilusiones diplomáticas mientras Maduro consolida su poder.
Nada de esto salva a Maduro, pero sí genera dudas. Y la duda compra tiempo: algo que él necesita desesperadamente y que a Machado se le acaba.
Con el proyecto de ley demócrata para limitar el margen de acción presidencial derrotado en el Senado hace pocos días, Machado parece haber asumido que el bipartidismo, aunque admirable, no tiene mucha utilidad práctica en esta etapa.
Las paredes se cierran. Su influencia y prestigio son innegables —más aún ahora que goza de ser el Nobel de la Paz—, pero tienen sus límites y la ventana para capitalizar se estrecha día a día. Esto tiene que terminar, y tiene que hacerlo de manera decisiva. O logra forzar una ruptura histórica, o corre el riesgo de ver cómo la atención de Estados Unidos se desplaza a otro escenario.
¿Y los rusos?
Hoy se entiende mejor qué está dispuesto —y qué no— a hacer Moscú mientras Washington aumenta la presión sobre Caracas. Pese a los llamados de auxilio al “camarada Vladimir”, la respuesta del Kremlin ha sido tibia: una breve nota del Ministerio de Relaciones Exteriores prometiendo “evaluar cualquier solicitud de apoyo en su debido momento”. En otras palabras: no esperen misiles S-400 en Caracas.
Más allá de un avión de carga con un cargamento incierto, el respaldo ruso ha sido mínimo. Su ejército está desgastado en Ucrania, su economía sufre bajo un régimen severo de sanciones, y Venezuela no es un premio por el que valga la pena sangrar. Si Putin no acudió al rescate de Assad en Siria en los momentos más críticos, Maduro puede olvidarse de un rescate bolchevique.
Pero Moscú no necesita recurrir al poder militar para influir. Lo hace a través de la narrativa, un terreno donde se mueve con soltura. Tucker Carlson ha pasado de cuestionar el valor estratégico de la intervención estadounidense en Venezuela a defender abiertamente a Maduro, presentándolo casi como un símbolo del conservadurismo occidental, solo porque María Corina ha apoyado el matrimonio igualitario. Ben Norton y el ecosistema de Russia Today, tras años de silencio, han redescubierto súbitamente su interés por Venezuela para denunciar el imperialismo y advertir sobre otra “guerra eterna”. Y el reparto habitual de “activistas por la paz” —Medea Benjamin, Roger Waters y compañía— vuelve a escena, presentando a las fuerzas armadas chavistas como víctimas pasivas del imperio.
Nada de esto salva a Maduro, pero sí genera dudas. Y la duda compra tiempo: algo que él necesita desesperadamente y que a Machado se le acaba. Rusia no vendrá al rescate, pero puede hacer que el costo político de una acción decisiva de Estados Unidos parezca más alto. En todo caso, Maduro sabe que, aunque Pekín guarde silencio, Putin sigue siendo un aliado —o al menos alguien para quien sigue siendo útil.
Jugarse todo
No sería justo decir que los demócratas han abandonado a Venezuela. Parte del voto latino que Trump conquistó el año pasado parece haber regresado a los demócratas, y el discurso de apoyo al “pueblo venezolano” permanece intacto. Pero su política hacia Caracas no tiene rumbo. Años de concesiones desde la Casa Blanca de Biden no lograron más que extender la vida del régimen. Cada ronda de negociación fallida ha dejado un mensaje claro: los demócratas apuestan a la contención, no a un desenlace.
Ahora, tras el fracaso del proyecto de ley en el Senado, Machado parece haber reconocido que el bipartidismo, aunque loable, ya no es una herramienta útil. Eso no significa que haya roto vínculos: continúa reuniéndose con congresistas demócratas como forma de asegurar el futuro, un reconocimiento tácito de que el tema venezolano podría volver a ser bipartidista algún día. Pero la realidad política inmediata es simple: los republicanos controlan las palacas que importan. El bipartidismo no está muerto, pero para Machado es un lujo que ya no puede permitirse.
Hay una razón por la cual Edmundo González no ha sido juramentado como “presidente”. Hasta que pueda poner un pie en Miraflores, es decir, hasta que exista un camino al poder que no lo lleve directo a El Helicoide, las formalidades carecen de sentido. La oposición aprendió con Guaidó que el reconocimiento sin control también puede ser una trampa.
Machado entiende los riesgos. Si falla, la revancha de Maduro y Diosdado sería brutal: cárcel, exilio o peor. Por eso parece dispuesta a saltar al vacío.
Machado no está apostando solo el futuro de Venezuela a Trump: está apostando su propia supervivencia.
Un despliegue militar que no conduzca a nada dejaría una cicatriz generacional en la oposición. Y la eventual normalización de las relaciones entre Washington y Caracas, a la que esto seguramente llevaría, podría ser devastadora.
Machado entiende los riesgos. Si falla, la revancha de Maduro y Diosdado sería brutal: cárcel, exilio o peor. Por eso parece dispuesta a saltar al vacío. El costo de la inacción ya supera el peligro de actuar. Está apostando todo a la posibilidad de una fractura estratégica dentro del chavismo. Admirable, sí, pero también profundamente arriesgado.
Como Miguel Rojas en el último juego de la Serie Mundial, Machado se prepara para un swing que podría cambiarlo todo. Si conecta, su movimiento alterará para siempre la historia venezolana. Si falla, este momento se sumará a la ya larga lista de intentos frustrados por sacar a Maduro del poder.
Venezuela está en el noveno inning: un out, dos strikes, tres bolas y tres fouls. El lanzamiento está en camino. Machado batea. Y ahora todo un país espera en silencio para ver dónde caerá la pelota.
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