Releer Doña Bárbara en 2025 es como irse de vacaciones con unos fantasmas
La novela de Rómulo Gallegos considerada la mayor obra literaria venezolana abunda en prejuicios que hoy nos pueden ofender. Pero también de preguntas todavía vigentes y de un poder evocador que no ha expirado


Tal vez no la has leído aún, o no la recuerdas bien, así que te resumo la trama. Apure, Venezuela, década de 1920: el joven abogado caraqueño Santos Luzardo se dirige a la hacienda Altamira, que heredó de su familia, con la intención no sólo de recuperarla sino de civilizar el llano. Quiere romper con una maldición familiar de violencia intestina y con los abusos de Doña Bárbara, la dueña del hato contiguo, El Miedo, que acapara ganado y tierra ajenos mediante un escuadrón de matones, una provisión ilimitada de monedas de oro para sobornar a las débiles autoridades locales, y una fuerte fama de hechicera que tiene pacto con el diablo.
Luzardo es el protagonista, en realidad, es él quien tiene agencia y echa todo a andar, no Doña Bárbara, quien apenas lo ve empieza a sentir el deseo de dejar atrás su carrera de cacica asesina en nombre del recuerdo de un amor perdido. Esa redención súbita suena a Anakin Skywalker, pero Rómulo Gallegos (1884-1969) construyó Doña Bárbara con Afrodita, la Sayona, la reina de las amazonas y la Circe de la Odisea.
La “trágica guaricha”, la “mujerona”, la “marimacho”, la “devoradora de hombres” es una mujer no mujer. Continuamente nos dice Gallegos que no es femenina: descubrirá su feminidad gracias a la presencia de Luzardo. Es tan pero tan malvada que tuvo una hija sin casarse y la abandonó, Marisela, que tampoco es nada femenina hasta que aparece Luzardo, a mostrarle lo bella que es cuando se lava en un pozo como una princesa de Disney, y a enseñarle cosas con tanta eficiencia que en cuestión de pocos meses ya está hablando como Uslar Pietri.
Marisela y Doña Bárbara casi no piensan en otra cosa que en lo que Luzardo siente por ellas, cuando él lo que está es ocupado, sin pausa, en demostrar a los llaneros que es un hombre como ellos (es decir, que puede hablar duro y ejercer la violencia), en salvar al alcohólico Lorenzo Barquero, el único hombre que ve que tiene algo en común con él, y en hacer rentable la tierra que heredó.
Cuando las novelas tenían poder
Santos Luzardo, Marisela y Doña Bárbara son arquetipos, como todos en esta historia. Luzardo saca una punta de lanza de una pared para romper la maldición familiar tal como el futuro rey Arturo extrae Excálibur de una roca para acabar con la maldición de la antigua Inglaterra. Habla como los galanes de las películas mexicanas, y los demás a veces suenan demasiado folklóricos y a veces demasiado urbanos. Marisela, una menor de edad ya sexualmente atractiva como la describe Gallegos, es una fantasía: un pedazo de naturaleza salvaje a la que unas pocas dosis de paternalismo convierten en un apacible paraíso. Y Doña Bárbara, la barbarie personificada desde su nombre mismo, es una fuerza de destrucción más o menos ciega que gobierna con belleza, violencia y brujería, prácticamente lo mismo que los conquistadores veían en el paisaje americano y sus habitantes. No olvidemos a Míster Danger: el brutal pero pragmático estadounidense que sólo está allí para depredar, la alusión obvia a ese nuevo colonizador que acaba de llegar a la Venezuela del reventón petrolero, en sociedad con la élite gomecista.
Siguen vigentes algunas de las preguntas que intenta responder. ¿Es posible erradicar esa violencia endémica que se lleva toda norma por delante y deja a los venezolanos comunes tan vulnerables a la enfermedad, el hambre, la desgracia y la injusticia?
No hay duda de que hizo un tremendo trabajo de campo documentando la vida de los hatos, pero a la hora de diseñar sus personajes, Gallegos parecía querer, más que todo, que representaran factores de una realidad a describir, denunciar, cambiar. Como sus modelos, los novelistas realistas europeos del siglo XIX, Gallegos quería usar la novela como una herramienta para impactar en su sociedad, una idea inconcebible para quienes vivimos en el siglo XXI pero que no carecía de sentido en aquel momento, aun cuando la Venezuela de los años 20 era en su mayoría analfabeta y casi no tenía escuelas ni universidades, y mucho menos las librerías a las que fuimos a comprar Doña Bárbara para leerla en el bachillerato cinco o seis décadas más tarde.
Gallegos creía en el poder del género para conmover, para evocar, con el propósito no de entretener sino de educar. Quería mostrar un pedazo del país al resto, en aquella Venezuela compuesta de provincias desconectadas entre sí, sin carreteras ni televisión en la que ver un video clip del himno nacional que te mostraba cómo eran las otras regiones. Quería, supone uno, denunciar a los autócratas rurales, desde José Antonio Páez (Barquero dice “hay que matar al centauro que todos los llaneros llevamos dentro”) hasta el que en ese momento seguía gobernando y lo podía enviar al exilio o a la prisión: Juan Vicente Gómez.
Aquí están la moral binaria y la venganza incombustible de las novelas de autores que protagonizaban la vida cultural de Francia o Inglaterra en el siglo XIX, que él podía querer emular: Dickens, Hugo, Dumas, Zola. Por supuesto, lo más evidente son los temas de lo que se llamaba “la novela latinoamericana de la tierra”: malos contra buenos, civilización contra barbarie, campo versus ciudad. Doña Bárbara es contemporánea con las vanguardias literarias que apenas prendían en Europa, pero no está contagiada por ellas. La influencia de Proust, Joyce y Kafka estaba en el futuro de la cultura todavía, así como la antropología y las ciencias sociales. Gallegos habla aquí de “razas inferiores” y parece estar preso del determinismo geográfico y étnico.
No se puede leer este texto sin olvidar que se publicó en 1929. Doña Bárbara es novedosa en algunos sentidos pero decimonónica en su visión de las cosas, su forma y su estructura. Aquí no verás el flujo de conciencia o los juegos intertextuales que aparecerán con el Boom; ni siquiera el ambiente onírico de Pedro Páramo o El túnel. Es una novela de la vieja escuela, de capítulos cortos narrados por una voz omnisciente que todo lo sabe y lo explica, y que no espera del lector sino una pasividad ingenua. Mientras Hemingway redactaba novelas tan filosas como Adiós a las armas, Gallegos inundaba su prosa de adjetivos y los adverbios como los aguaceros de julio lo hacen con las sabanas que describía.
Es curiosa la conexión con El corazón de las tinieblas, que muy difícilmente pudo haber leído Gallegos antes de 1929. La novela de Joseph Conrad también empieza en un río, pero mirando hacia el pasado y hacia otro río, mientras que en la de Gallegos el bongo remontando el Arauca es el principio. La de Conrad es una novela amarga, sobre un fracaso, y la de Gallegos parece animada por un programa optimista, por no decir ingenuo. Luzardo no parte a buscar un oficial perdido, sino un lugar y una vocación. Pero Lorenzo Barquero, el tipo de ciudad destruido por el alcoholismo que se muere en la selva, recuerda a Kurtz. “Realmente, más que a las seducciones de la famosa Doña Bárbara”, dice Luzardo de él, “este infeliz ha sucumbido a la acción embrutecedora del desierto”. En las dos novelas el entorno es una naturaleza corruptora de las cosas y las personas a la que nadie puede derrotar.
El nacimiento de un clásico
Doña Bárbara no cambió el llano ni mucho menos el país, claro, aunque sirvió para darle nombres a puentes y áreas protegidas en Apure. Ni lo hizo Gallegos, como hubiera querido, en los pocos meses que pasó como presidente antes de que lo tumbara Marcos Pérez Jiménez en noviembre de 1948 para iniciar su dictadura militar. En ese golpe parecían darle la razón a la tesis que hay en Doña Bárbara: el país no progresa porque los violentos no lo permiten. La ironía es que Pérez Jiménez y su movimiento se consideraban a sí mismos modernizadores.
Sin familia, sin vínculos, sin profesión, sin solidaridad de parte de nadie. Una venezolana o colombiana de la frontera, al borde de todo, que emerge de la oscuridad y se disuelve en ella, para dejar tras de sí, si acaso, un mito que cada quien interpretará, y usará, como mejor le conviene.
Con la excepción del historiador Ramón J. Velásquez -quien asumió la presidencia provisional durante parte de 1993, cuando era senador- , Gallegos es el único profesional venezolano de la cultura, más escritor que político y no al revés, que ha sido electo presidente. El cómo ocurrió eso es tema de otro artículo, pero sigue siendo un caso rarísimo en el mundo; en este continente no lo lograron ni Arturo Uslar Pietri, ni Mario Vargas Llosa, ni Rubén Blades.
Sin embargo, su novela más famosa sí triunfó, como obra literaria y como fuerza de la cultura, desde el principio. A la primera edición de 1929 en la editorial Araluce de Barcelona, que seguirá publicando de primera sus obras principales, le sigue la edición venezolana en Élite en 1930 y al año siguiente su primera traducción, al inglés y a cargo de R. Malloy, publicada por Jonathan Cape & Harrison Smith de Nueva York. En los años siguientes se tradujo al checo, el portugués (por Jorge Amado, nada menos), el alemán, el noruego, el francés, el sueco y el italiano. Y en 1943, Gallegos escribió el guión de la versión fílmica hecha en México, protagonizada por la mayor actriz latinoamericana de la época, María Félix.
Hay cientos de estudios sobre Doña Bárbara, y la democracia adeco-copeyana hizo de la obra capital del antiguo presidente adeco la novela oficial de la venezolanidad. Con todo lo arcaica que puede sonar, todavía impresiona la potencia evocadora de su famoso capítulo 1, sus escenas menos inverosímiles (los trabajos del llano, los diálogos con Mujiquita, Doña Bárbara paseando sola en San Fernando) y la vitalidad de varios de sus personajes, aun cuando están hechos más con el pensamiento progresista de entonces que mediante la observación de personas reales. Siguen vigentes algunas de las preguntas que intenta responder. ¿Es posible erradicar esa violencia endémica que se lleva toda norma por delante y deja a los venezolanos comunes tan vulnerables a la enfermedad, el hambre, la desgracia y la injusticia? ¿Será que no hemos aplicado nunca la suficiente tenacidad, o el suficiente “amor” al estilo Santos Luzardo, para desactivar la ecuación extractivista y autoritaria de nuestra relación con la tierra y sus habitantes?
Doña Bárbara inició su camino antes de que se emprendieran las grandes tareas de modernización de la Venezuela de mediados del siglo XX, que producirían lo poco que llegamos a tener de estado de bienestar y de democracia civil. Seis años después de que se publicó, murió Gómez y el general López Contreras comenzó a abrir el país que se esboza en Altamira y El Miedo. ¿Cuánto de lo que Gallegos propuso en ella, a través de su alter ego Santos Luzardo, se pudo hacer? ¿Cuánto queda de esa labor “civilizadora”?
Releer Doña Bárbara en 2025 es como irse un Carnaval a un hato en Apure pero con fantasmas como guías. Fantasmas que te dicen cosas que no quieres escuchar. Porque tal vez lo que más te impresione de lo que cuenta esta novela de casi un siglo de antigüedad es el espejo con la Venezuela de hoy. Y no con lo que parecería más obvio, la maldad de los poderosos, sino con la fragilidad de las víctimas.
En particular, esa mujer que le da título al libro. Esclavizada desde niña por unos piratas de río que la iban a vender a un mafioso de Guayana. Violada en grupo por sus captores después de que matan al joven minero del que ella se enamoró. Deshumanizada por la violencia que ejerce para sobrevivir, por la corrupción del único entorno que conoce. Una mujer que no se sabe de dónde viene y, al final, para dónde va. Sin familia, sin vínculos, sin profesión, sin solidaridad de parte de nadie. Una venezolana o colombiana de la frontera, al borde de todo, que emerge de la oscuridad y se disuelve en ella, para dejar tras de sí, si acaso, un mito que cada quien interpretará, y usará, como mejor le conviene.
A lo mejor esa era la profecía que Gallegos estaba escribiendo, sin saberlo: su Doña Bárbara no representaba el país del pasado, sino el del porvenir.
Habrá que ver si pasa lo mismo con otro clásico, de un periodo y una era muy distintos: País portátil, de Adriano González León.
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