¿Quiénes van a reinventar la lucha democrática venezolana?

En la era actual, construir un poder auténtico desde abajo requerirá volver a prácticas fundamentales y desechar nociones engañosas sobre la democracia

Mandar y obedecer, en lugar de oponerse, se transforman en los dos términos inseparables de una misma relación”Paul Vernant 

Un año después de las elecciones presidenciales del 28 de julio de 2024, es un hecho que la oposición no le cobró su triunfo al gobierno y que la que una vez llamamos Tiranía de Schrodinger ha demostrado que está viva y coleando dentro de su caja. El secreto de su supervivencia es simple: una represión exhaustiva que ataca incluso las posibilidades de resistencia y organización, y una diplomacia casi clandestina con la que ha ido construyendo su nueva normalidad.

El liderazgo de María Corina Machado parece haber sido insuficiente. No porque la dictadura siga en pie, sino por su falta de preparación ante un fraude inevitable, por no aprovechar las posibilidades que tenía en el momento -incluso ignorando olímpicamente la revuelta popular que siguió a las elecciones- y, sobre todo, por haberse replegado a  fantasías militaristas en las que la acción colectiva de los venezolanos no juega ningún papel.

En este punto lo que queda claro es que todos los liderazgos de los distintos sectores de la oposición tradicional son inadecuados para una lucha democrática, y que hace falta algo nuevo. Pero tener un liderazgo no es sólo tener jefes que llegan a dar órdenes, sino la capacidad colectiva de definir líneas de acción. Ante jefaturas que mandan más de lo que lideran, no sólo hace falta cambiar nombres o siglas, sino referencias y problemas.

La democracia es una capacidad colectiva, una tendencia, y más que regímenes democráticos hay tendencias democráticas en ciertos regímenes.

Un nombre propio

Un síntoma temprano de la desdemocratización es que se pierde la noción de lo que la democracia es, incluso entre los que creen defenderla. A veces termina siendo la metáfora de algo más (elecciones, asambleas populares, el caudillismo, la civilización). Otras veces se le desenfoca demasiado y termina apareciendo como algo vago y utópico, sólo posible en una sociedad sin clases o tras la segunda venida del mesías.

En ambos casos el resultado es el conformismo. Las definiciones minimalistas nos invitan a resignarnos a algo que no es realmente democracia, y las idealistas a pensar que es demasiado buena para ser cierta. Pero la confusión realmente comienza cuando se nos dice que es un régimen aunque, más que un régimen, la democracia es una capacidad colectiva, una tendencia, y más que regímenes democráticos hay tendencias democráticas en ciertos regímenes.

Hace mucho que los historiadores mostraron que, en la antigüedad, democracia se refería a un poder –kratein– que los ciudadanos o “el pueblo” –Demosejercían colectivamente, a la vez obedeciendo y mandando; un poder sin jefes donde puede haber, cómo no, líderes, estrategas, delegados, gestores o responsables, pero no cabezas que hagan de los demás sus extremidades demandando obediencia, así sea obediencia consensuada. Si la palabra resurgió en el mundo moderno -y perdió las connotaciones despectivas- fue porque el viejo problema fue replanteado nuevamente, una y otra vez.

Para nuestra desgracia, el único político que siquiera discutió la cuestión de “empoderar” al demos venezolano fue Chávez cuando necesitó lavar su imagen de militar golpista.

Probablemente no ha existido ningún “autogobierno colectivo de los ciudadanos” en estado puro, pero democracia es el nombre propio de algo real: las estrategias de la gente común no sólo para gobernarse a sí misma sino para gobernar a los que la gobiernan, que son los políticos o jefes de estado, y también otros ciudadanos más poderosos que buscan explotarlos o dominarlos.

Cuando hasta los más humildes conquistan la ciudadanía -un privilegio que originalmente no estaba destinado a ellos- y además la capacidad, mayor o menor, de gobernar a sus gobernantes, de ponerles límites, de seleccionarlos y descartarlos, de liderarlos empujándolos a hacer o no hacer cosas, ahí empezamos a hablar de democratización.

A veces lo han logrado derrocando a esos gobernantes y cambiándolos por otros. Otras mediante pactos implícitos o explícitos con ellos. Lo han hecho con reformas, y con revoluciones. Pero lo cierto es que el esfuerzo de democratización ha implicado siempre conflicto, y en algún punto violencia, pero también ciertas instituciones como el sufragio universal, la libertad de expresión y el derecho a la huelga y la protesta, que les permitían ejercer ese poder a lo largo del tiempo.

Gobernar al gobierno

Las narrativas sobre los Grandes Jefes olvidan, estratégicamente, que fue la revuelta tras la muerte de Gómez y la manifestación del 14 de febrero de 1936 las que llevaron a la apertura de López Contreras, que fueron las huelgas y la creación de sindicatos las que hicieron necesaria la Ley del Trabajo ese mismo año, que la postergación de la demanda del sufragio universal llevó al drama de 1945-48, y que el rechazo al plebiscito de Pérez Jiménez en diciembre de 1957 a su caída en enero de 1958.

Da lo mismo si era Chávez diciendo que él era el pueblo y que antes de él no había nada,  o el “puntofijismo cultural” con sus cuentos melancólicos sobre los prohombres: en esas narrativas, demokratia es la metáfora triste del poder de Grandes Jefes a los que los venezolanos les deben obediencia. Y junto a la desaparición progresiva del demos venezolano -al ser invisibilizado o convertido en adorno de la retórica “populista”- vino la del poco poder que tenía.

Así, que un político le pase la banda presidencial a otro dice tan poco de la democracia como que existan miles de asambleas populares en barrios. ¿Qué nos dicen esas imágenes sobre la capacidad de actuar políticamente que realmente tienen los ciudadanos? Es posible tener transferencias de poder pacíficas en regímenes corruptos y oligárquicos, y asambleas populares decorando dictaduras sangrientas.

Para nuestra desgracia, el único político que siquiera discutió la cuestión de “empoderar” al demos venezolano fue Chávez cuando necesitó lavar su imagen de militar golpista. Mientras tanto que (excepto para ciertos partidos como la malograda Causa R) la clase política tradicional, formada en el puntofijismo, nunca creyó que ese fuera siquiera un tema digno de discusión.

Como en la aurora de la democracia moderna, parece que tenemos que volver a lo básico: los “clubes” y círculos de discusión, las sociedades de ayuda mutua, las luchas por derechos fundamentales…

Desde entonces, una facción autoritaria de nuestra clase política, convertida en gobierno,  ofreció una maravillosa “democracia participativa” que en realidad era un poder hiperlocal que mantenía a sus bases controladas y apartadas de los asuntos nacionales (incluso de los de su municipio) mientras ellos privatizaban el Estado.

Y otras facciones, oligárquicas, convertidas en oposición, reivindicaban una “democracia representativa” en la sus seguidores son tratados como ganado electoral y los políticos se piden cuentas entre ellos tomando “güisqui”. El segundo modelo no era realmente incompatible con el primero (los chavistas, más que nadie, eran tratados como ganado sufragante) pero la facción autoritaria, que no quería compartir el poder con nadie, también era la más eficiente.

La democracia puede ser “participativa” o “representativa”, “directa” o “delegativa” a nivel de los medios, pero lo que de verdad define la democracia son los fines. Es decir, para saber si una democracia existe, respondamos a la pregunta sobre qué capacidad tiene, en un momento dado, en un lugar dado, la gente común para controlar y moldear la esfera pública, gobernar a sus gobernantes y controlar su propio destino. Ahí es que podremos decir cuánta democracia hay en ese lugar y ese momento.

Huelga, insurrección, elecciones, asambleas, acciones judiciales, pactos y acuerdos, lucha armada, acción legislativa, desobediencia civil, educación popular, rutinas institucionales: todos pueden, han sido y serán usados en las luchas democráticas, junto a otros medios que todavía no se nos ocurren porque la democracia siempre ha sido un arte marcial mixto, como el antiguo pankration, y ante los nuevos adversarios se reinventa recursivamente.

El nuevo problema

Fieles a su forma, para las distintas oposiciones venezolanas el problema ha sido siempre la transición o la transferencia de poder y su fetiche la banda presidencial: de Carmona en su juramentación a Ramos Allup tomándose fotos presidenciales en la revista ¡Hola!, hasta Guaidó con los camiones con la “ayuda humanitaria” y María Corina con las actas, su idea fija ha sido la jugada mágica que permita que un jefe de la oposición súbitamente ocupe el “coroto”. Ese fetichismo revela su simplismo y su inmediatismo.

Construir un poder literalmente democrático que pudiera, según el caso, presionar a la dictadura, contenerla, derrocarla u obligarla a negociar nunca fue su problema, ni cuando todavía tenían fracciones parlamentarias y gobiernos regionales con los que contar, ni cuando sólo quedó la posibilidad de la movilización y la desobediencia civil, ni ahora cuando la represión ha vaciado las calles y un comentario en WhatsApp te puede llevar a la cárcel. 

Es el chavismo el que ha cambiado los problemas constantemente, evolucionando del caudillismo a la dictadura. Y hace un año, al abolir de facto las elecciones, nos ha puesto, irónicamente, en la posición de plantearnos nuestro propio problema. No el de promover las jefaturas de los políticos de oposición, sino el de construir un poder democrático.

El viejo refrán decía que hay “muchos caciques y pocos indios”; podríamos decir también que hay muchos jefes y pocos líderes.

Ante una autocratización planetaria, los problemas y desafíos son similares en todas partes. También el adversario: un tipo de autocracia que libra una suerte de guerra contra la población, que tiene en el secuestro y la deportación sus modelos, y que, al parecer, busca convertir la ciudadanía en un privilegio o, simplemente, des-ciudadanizar a las poblaciones. Pero si en otros países el combate se dará en escenarios legislativos, judiciales, en las calles o en los medios, nosotros en Venezuela ya ni siquiera tenemos un “teatro de operaciones”.

Como en la aurora de la democracia moderna, parece que tenemos que volver a lo básico: los “clubes” y círculos de discusión, las sociedades de ayuda mutua, las luchas por derechos fundamentales, tal vez incluso las sociedades secretas, y desde ahí tratar de construir el poder democrático que Chávez redujo a metáfora de su megalomanía y que, de Salas Römer en el 98 a Machado el año pasado, nuestras oposiciones no tuvieron interés en construir.

Eso probablemente sea imposible o improbable en este punto, pero el cambio comienza por entender que el problema no es cambiar de jefes -o poner nuestros jefes en Miraflores- sino “empoderar” a la gente común, darle capacidad de respuesta, sacarla de la impotencia. Aquellos que entiendan esto, que sean capaces de hacerlo entender a otros y ver las líneas de acción posibles para conseguirlo, serán los líderes del futuro.

El viejo refrán decía que hay “muchos caciques y pocos indios”; podríamos decir también que hay muchos jefes y pocos líderes. Y es verdad que líderes son lo que necesitamos, que necesitamos millones de líderes, millones de Eneas para nuestra Eneida. Y cuando los tengamos y nos hayamos sacado a nosotros mismos de la impotencia, podremos cobrar lo que los jefes nos deben.

Dedicado a todos los que hace un año se jugaron la vida en la calle.

Jeudiel Martínez

Sociologist and writer, currently a refugee in Brazil. Formerly a literary editor for the Biblioteca Ayacucho Ilustrada project and a guest lecturer at UCV. An otaku, geek, and combat sports enthusiast particularly interested in political sociology, pop culture, and speculative fiction.