La Venezuela post-Maduro tiene su espejo en Perú o El Salvador

¿Qué pasaría si el chavismo deja el poder? Ante esta cantidad de partidos vacíos de ideología y sin una agenda común, podríamos terminar con un parlamento estéril o un nuevo Bukele buscando reformar a cualquier precio

Imaginemos por un segundo que el PSUV abandonase el gobierno nacional – no importa, en este juego, la forma en que ello ocurra, solamente supondremos que también abandona sus puestos el Estado Mayor y el Tribunal Supremo de Justicia, cuyos reemplazos serán miembros de las actuales Fuerzas Armadas y Poder Judicial; y supondremos también que el PSUV se mantiene como partido, con una renovación con dirigentes hasta ahora no involucrados en el gobierno nacional.

¿Cómo se vería políticamente esa Venezuela? ¿Y qué nos podría enseñar esa imagen de la Venezuela actual?, pero sobre todo ¿de qué manera esta imagen puede indicarnos las razones de los fracasos de la actual oposición en derrotar políticamente al chavismo?

El fin de las ideologías

Lo primero para destacar es que, en términos electorales, la oposición tendería a fragmentarse definitivamente. Hasta el día de hoy, no existe ningún lazo de unidad ideológica entre los múltiples partidos que conformaron las distintas coaliciones antichavistas (Mesa de Unidad Democrática, Frente Amplio Venezuela Libre, Plataforma Unitaria, etc.), excepto, justamente, el oponerse conjuntamente al chavismo. Si el chavismo saliese de la escena política, ¿qué les quedaría de incentivo para aliarse?

Ideológicamente poseen poco o ningún incentivo, pues uno de los saldos de los últimos 27 años de chavismo es el vaciamiento ideológico de los partidos de oposición. ¿Quién conoce hoy los principios ideológicos de Voluntad Popular, Primero Justicia, Un Nuevo Tiempo o Acción Democrática? ¿Avanzada Progresista o La Causa R? ¿Encuentro Ciudadano? ¿Cuentas Claras?

¿Y el resto de los partidos chiripas? Cualquier referencia a la ideología de los seis partidos de esta lista puedan ser ubicados en el fantasma de lo que alguna vez fueron sus principios doctrinarios, pero hoy no significan nada, no forman parte ya de la identidad de una oposición que solo se sabe antichavista.

Los partidos se verán obligados a dar los debates que nunca dieron: cuando ya no esten ni Chávez ni Maduro, cómo se reconstruye la próxima Venezuela.

¿Y los de Vente o Alianza Bravo Pueblo? Capaz el partido de María Corina Machado sea fácil de ubicar, por sus alianzas con las derechas conservadoras o su auto-declarada preferencia por el liberalismo, pero incluso, los principios doctrinarios del partido quedan difusos en la medida en que Machado se reconoce una fuerza posible de gobierno y comienza a ubicarse en lugares más grises que antes: ¿Privatizadora acérrima o defensora del manejo estatal de ciertas industrias clave? ¿Defensora de la expansión de los derechos sociales a minorías identitarias o vehículo para intereses conservadores?

En otro extremo estará Fuerza Vecinal, un partido cuya ideología es el pragmatismo que supone el poder definirse como una fuerza localista, que representa los intereses prácticos de los municipios en que se insertan. Lo mismo ocurre con las siglas usurpadas de los principales partidos de oposición, cuyas direcciones actuales, si bien se presentan como los legítimos representantes de los valores de sus respectivos partidos, no son más que dirigentes regionales que aprovecharon para emanciparse de sus dirigencias nacionales.

Una legislatura en la próxima Venezuela

La fragmentación partidaria es el saldo de la ausencia de los grandes debates de ideas políticas. Porque lo único que explica la desunión es la mezquindad de los egos. Si las ideologías no definen la actual composición del sistema partidario, y el único clivaje es, oficialmente, el de Democracia versus Dictadura (pero realmente es Chavismo versus Antichavismo), ¿qué mantiene tan separados a los partidos actuales, y peor, qué los hizo fragmentarse en los últimos 27 años, con nuevas escisiones de partidos viejos y la emergencia de nuevos partidos chiripas?

La única respuesta posible es por diferencias en los temas organizativos. Los partidos se fracturan porque dirigentes no pueden ponerse de acuerdo sobre elementos de táctica y estrategia antichavista, o porque la desdemocratización de la Venezuela toda también impactó en la desdemocratización interna de los partidos, lo que hizo obturar los recambios generacionales internos y acrecentar las frustraciones de dirigentes a los que nunca les llegó su hora.

Allí era más fácil romper y formarse sus propios partidos, de la misma manera que dirigentes locales decidieron también arrancar, cual emprendedores políticos, sus nuevas fuerzas organizativas para, primero, no tener que subordinarse a las viejas direcciones partidarias, y segundo, ver si la pegan con algún tipo de innovación que los haga acumular capital político con el cual igualarse a los grandes partidos.

El único verdadero vector de organización política termina siendo la adherencia a pequeños caudillos con rango nacional, regional o municipal, con partidos que, al momento de tener que presentarse en una elección nacional, pongamos, de la Asamblea Nacional, no sabrán cómo encarar una campaña electoral en la que el clivaje ya no sea chavismo/antichavismo. La primera elección post-chavista, cuando ya no se perciba en el aire la amenaza de un posible retorno al Ejecutivo de fuerzas ligadas la PSUV por vías no-electorales, ya no podrá tener a dirigentes haciendo campaña contra algo o alguien, y con ello, ya no habrá más incentivos para las alianzas que hasta hoy hemos conocido.

¿Cuándo fue la última vez que un dirigente opositor tuvo que negociar la letra chica de una ley con un dirigente con posiciones distintas a la de él?

Allí, los partidos se verán obligados a dar los debates que nunca dieron: cuando ya no esten ni Chávez ni Maduro, cómo se reconstruye la próxima Venezuela. Allí, van a tener que desempolvar un lenguaje ideológico vetusto, el último que supieron conocer, y ni siquiera le será natural. Probablemente las propuestas de gobierno entre uno y otro partido no serán tan fáciles de distinguir, y el electorado no definirá su preferencia por ideologías, sino por la tradición de a quién siempre quiso votar, o la adherencia suave o fuerte a determinada personalidad de determinado partido, a esos dirigentes que “ven preparados” o que “siempre les gustó cómo hablaban”.

La Asamblea Nacional que nazca de este contexto será, obligatoriamente, una Asamblea fragmentada, teniendo su mejor referencia el Legislativo del Perú. No todos los partidos chiripas entrarán, con suerte alguno podría llegar a imponerse en algún distrito uninominal; pero en el voto lista serán seguramente castigados los más pequeños, frente a la gran cantidad de partidos que se presentarían. Y estos mismos, tenderán a sacar pocos escaños cada uno.

La nueva Asamblea no será mitad roja, mitad azul, sino un arcoíris absurdo de colores. Por la fragmentación opositora, pero también porque en la Venezuela post-chavista, aparecerán necesariamente los neochavismos, o, discretamente, los chavistas pragmáticos y desideologizados que en los últimos años han sabido crear sus propias marcas políticas personales, sus propias fuerzas locales y que el día en que la dirigencia nacional del PSUV caiga, habrá rienda suelta para la independización de esas fuerzas locales. Acá pensamos como paradigmas lo que podría ser, con conocida gran popularidad, Rafael Lacava en Valencia, y, con una organización formalmente esquematizada, Héctor Rodríguez en Miranda.

Nuestro hipotético presidente podría prescindir de la opción democrática (que requiere tiempo, trabajo, y, de nuevo, discusión ideológica) y podría pretender inmunizar al Ejecutivo de las consecuencias de la fragmentación e impotencia del sistema partidario.

Una Asamblea tan plural terminará siendo, como la de Perú, impotente. De igual manera en que los partidos opositores perdieron la costumbre de debatir ideológicamente, también perdieron la costumbre del fino arte de la rosca política en el Legislativo. ¿Cuándo fue la última vez que un dirigente opositor tuvo que negociar la letra chica de una ley con un dirigente con posiciones distintas a la de él?

Las situaciones en que tuvo que hacerlo con el chavismo fueron poco o nulas. Y allí era de una fuerza con otra fuerza, ¿estarán preparados para el juego legislativo en un sistema altamente fragmentado, donde los partidos chicos podrán chantajear fácilmente con no prestar sus votos si no les cumplen sus exigencias en la ley? Exigencias que seguramente se van a yuxtaponer y contradecir entre una fuerza y otra.

Será, en definitiva, una Asamblea que tenderá a la incapacidad, una Asamblea que se estanque más de una vez y que probablemente no logre avanzar eficientemente en las reformas legislativas que requiere el país; y si las aprobase, probablemente sean reformas mal hechas, mal diseñadas, porque antes que organizarse en ideas claras respecto a dónde debería dirigirse el país, son el resultado mosaico del montón de demandas hechas por decenas de pequeñas dirigentes exigiendo ser escuchados y reconocidos en cada proyecto, a riesgo de no habilitar la aprobación de ninguna nueva ley.

¿Y el presidente o la presidenta?

Ante una legislatura estancada habrá dos posibilidades. O un presidente moderado, conciliador, posiblemente el menos malo que los miembros de la coalición opositora pudieron concertar como aceptable, pero que, en definitiva, será un presidente honorario, sin verdadera fuerza política para imponer una agenda propia frente a la fragmentación de agendas a la que tenderá la oposición (lo que seguramente habría sido una presidencia de Edmundo González Urrutia). O asumirá el gobierno aquel dirigente percibido como poseedor de la mayor legitimidad popular. Este dirigente, amparado en el fantasma de su pueblo movilizado, capaz sea el único que pueda dirigir medianamente los rumbos políticos del país, pero no le será fácil frente a una Asamblea tan fragmentada.

Por un lado, ese respaldo popular no es seguro, más bien, sea solo un fantasma. Imaginemos que fuese Machado. En las primarias de la oposición de 2023, hubo la impresión de que era la líder indiscutida de la oposición, aquella con el máximo apoyo popular. Pero esto es una ilusión. María Corina es electa candidata con el 92.35% de los votos, en una elección en la que solo participaron 2.440.000 votantes. Un 11% del padrón electoral.

La popularidad de Machado no está afincada en logros de gestión ni una trayectoria política popular asentada. No es que el venezolano impregnó de la noche a la mañana las ideas del “Liberalismo” y ahora el pueblo es “de derecha”. Sencillamente, era la única dirigente cuyo capital político seguía intacto, al haberse apartado de los fracasos de los demás dirigentes y que, en el momento de mayor hartazgo antichavista, era el último vehículo posible para los deseos de redemocratización del país (o el deseo de derrotar al chavismo finalmente).

La oposición tiene que volver a ejercitar este músculo, gimnasia que exige dejar de verse desde la identidad negativa de opositores y empezar a pensarse como reales alternativas de gobierno.

Si María Corina fuese presidenta, probablemente la ilusión del apoyo popular se sostendría por un rato más. Siempre los retornos de la democracia se viven como fiestas primaverales, con plazas llenas de ciudadanos festejando el fin de las dictaduras, expresando su apoyo y el deseo de bienaventuranza del nuevo presidente.

Pero esas fiestas terminan rápido si el presidente o presidenta no provee resultados rápidos.

¿Y qué resultados podrá proveer un presidente, que tenga que armar desde cero, con una burocracia pública forjada en el chavismo, al Ejecutivo Nacional? ¿Y qué resultados podrá proveer un presidente que, al momento de querer avanzar con algún programa político –acordado, seguramente con el resto de la ex oposición, pero que, justamente por ello, será un programa vago en definiciones– tendrá que conseguir después que una Asamblea altamente fragmentada apruebe los proyectos enviados sin modificaciones sustanciales y sin esterilizar el potencial transformador de dicha ley?

Un presidente así, para no sucumbir en la impotencia, y con ello, en el castigo popular en la próxima elección presidencial –que como en Perú será una elección del que emerja otra vez un presidente sin mayoría política– tendrá tres alternativas. Una de ellas, la genuinamente democrática, aspiraría a construir una importante organización y movilización popular que presione al Legislativo a avanzar eficientemente con las leyes -organización que luego pueda sedimentarse como un nuevo partido mayoritario que dé fin a la fragmentación, aunque con el costo de que probablemente ocasione un nuevo clivaje nacional pro/contra de este nuevo presidente.

Alternativamente, nuestro hipotético presidente podría prescindir de esa opción democrática (que requiere tiempo, trabajo, y, de nuevo, discusión ideológica), podría pretender inmunizar al Ejecutivo de las consecuencias de la fragmentación e impotencia del sistema partidario. ¿Cómo sería eso? Pues avasallando la división de poderes y asegurando la primacía del Ejecutivo por sobre los controles plurales y democráticos embrutecidos por la impotencia del Legislativo. Esto nos traería de regreso a otro Nicolás Maduro, aunque de derecha.

La última opción, no obstante, es el intermedio de estas dos: un Bukele, un presidente que, en la misma medida en que es popular, utilice los instrumentos democráticos para avasallar los controles liberales y plurales del Estado del Derecho -con el aplauso y el vitor de los venezolanos que deseaban el fin del chavismo y el cambio radical del modelo económico cueste lo que cueste.

Volvamos a discutir el futuro

Puede haber quién objete hoy la necesidad de debatir otra vez de interpretaciones ideológicas sobre la realidad nacional. ¿Quién necesita de ideologías cuando lo importante es primero derrotar a Maduro y recuperar la democracia? Sin embargo, es más que probable que la hipertrofia de la capacidad de debatir doctrinas y programas dentro de la oposición fácilmente ayudará a que, en un proceso de transición, terminemos en democracias frágiles y fáciles de descomponer. 

La oposición tiene que volver a ejercitar este músculo, gimnasia que exige dejar de verse desde la identidad negativa de opositores y empezar a pensarse como reales alternativas de gobierno.

Por ello, tiene que volver a preguntarse qué modelo de país quiere tener, qué modelos de democracia y organización popular son posibles y conseguibles en este país, en este contexto; qué se debería hacer con el sindicalismo, con los gérmenes de movimientos sociales, con las comunas actualmente existentes; qué modelo de desarrollo económico aspira, qué modelo de industria, de producción agrícola, qué debe pensar y hacer la democracia con respecto a la clase económica dirigente que Maduro le dejará a sus sucesores.

Y esto, en realidad, es más que útil y necesario en la lucha por la redemocratización de Venezuela. Si no se tiene un diagnóstico doctrinario de la realidad actual del país ni un norte ideológico de a dónde es necesario transitar como nación, es más que razonable que la oposición tienda al fracaso, en cuanto solo aventuran aleatoriamente acciones de cambio político que no se asientan en las condiciones actuales para la acción política del país, y no tengan mayor sentido ni objetivo que sencillamente tumbar a un presidente.

Aníbal Páez

This is a nom de plume to protect the author. While we're not crazy about pseudonyms, the Venezuela context of persecution against people who speak their voices and their loved ones is justification enough.