Venezuela ya está invadida por un ejército de ocupación: el chavismo

Maduro invoca una supuesta invasión inminente de EEUU para ganar control interno y apoyo internacional. Pero la realidad es que la sociedad venezolana lleva décadas sometida por una fuerza que la trata como a un enemigo

El 11 de septiembre, el chavismo mostró que había decidido dejar de negar la realidad de que la marina de EEUU destruyó un bote con 11 venezolanos a bordo, que aparentemente llevaban droga a Trinidad, y tratar de usar a su favor la operación de intimidación naval de la administración Trump. Fiel al método soviético y cubano de soltar cifras sin fundamento, de saturar la arena pública con enumeraciones absurdas que es delito discutir, Maduro salió de noche en Ciudad Caribia, la urbanización construida por el gobierno de Chávez entre el litoral y Caracas, y dijo que se habían establecido 284 “frentes de batalla” en todo el territorio, además de que millones de personas se habían alistado para rechazar a los soldados de la mayor potencia militar del planeta.

Pero como suele suceder con los voceros del chavismo, Maduro dejó la sensación de que siente más desprecio y rencor hacia otros venezolanos que hacia los marines. Junto con la “primera combatiente”, el presidente de la Asamblea Nacional y el ministro de Defensa que lo ha acompañado a todo lo largo del peor gobierno de la historia de Venezuela, el heredero de la hegemonía chavista insistió en que “el que llame a bombardear o a invadir al país es un traidor o una traidora a la patria y tiene que ser juzgado de manera inmediata, esté donde esté”. 

También circularon imágenes de un entrenamiento en la Casa Guipuzcoana, en La Guaira, y se desplegaron tropas en Maracay y Valencia. Se trata de un esfuerzo para recuperar la movilización social que ha ido desapareciendo con los años en lo que fue un partido de masas, y que ya no puede ganar elecciones cuando la competencia es real, como se demostró de sobra el 28 de julio de 2024, el día en que Maduro y su alianza de funcionarios decidió perpetrar el mayor fraude electoral que se ha hecho en el continente en el siglo XXI.

También es una oportunidad para intentar ampliar el control de una sociedad que se ha vuelto realenga y contestona; alistarse implica depender más del Estado, mediante el Sistema Patria y las pocas migajas que lo que queda del petroestado pueda ofrecer a la población que Maduro empobreció más de lo que ya estaba. 

Ese plomo que los marines difícilmente van a recibir lleva años cayendo sobre venezolanos desarmados.

Pero aquí hay mucho más que un intento de resetear el clientelismo. Lo que EEUU llama una operación antidrogas contra el Cartel de los Soles y el Tren de Aragua es la excusa ideal para que el chavismo incremente el terror de estado en sus filas y en toda la población. La historia está repleta de ejemplos de cómo la posibilidad de una guerra basta para que los autocracias, e incluso los sistemas democráticos, intenten reforzar su poder al discriminar entre patriotas y traidores, dos categorías que se aplican a conveniencia de quien tiene la pistola en la mano. 

El mismo día, Diosdado Cabello, en un encuentro televisado con militantes del PSUV, dijo que había comenzado una “transición” –e hizo una pausa para burlarse del significado que entre la mayoría tiene esa palabra– de una revolución pacífica a una revolución armada. “¿A alguien le queda alguna duda?”, remató con la actitud de quien siente que EEUU le da el chance de conquistar más influencia, como no ha dejado de hacer desde que Maduro se puso en sus manos para que lo defendiera luego del fraude.

Para los medios de afuera, que en tantos casos están demostrando una terrible incapacidad de distinguir propaganda de información y están titulando como el chavismo quiere, esa transición de la cual habla Cabello significa que el chavismo se está preparando en serio para rechazar a los marines. Para la verdadera protagonista de esta historia, la gente que vive en Venezuela, Cabello no está diciendo nada nuevo: esa transición comenzó hace mucho tiempo.

Ese plomo que los marines difícilmente van a recibir lleva años cayendo sobre venezolanos desarmados.

Esa invasión del país por parte de EEUU que el chavismo denuncia ya fue consumada, pero por la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, y contra la población que según la Constitución la FANB debe defender.  

La invasión desde adentro

En teoría, el regreso de los militares al protagonismo de la vida pública venezolana, que buena parte de la población apoyó desde los aplausos a los golpistas de febrero y noviembre de 1992 hasta los votos al MVR de Chávez en los años siguientes, significaba que los uniformados detendrían el auge de la delincuencia, protegerían el territorio soberano de la guerrilla colombiana y los garimpeiros de Brasil, y evitarían que se repitieran las masacres del Caracazo, cuando policías y militares mataron a cientos de civiles que veían como enemigos. 

En la práctica, por el contrario, el chavismo ha sido para nosotros un ejército de ocupación. Aunque no llegó al poder por las armas sino con los votos. Aunque no vino de afuera, sino de adentro.

Explota el territorio con una mirada completamente colonial: como un espacio a conquistar, del que hay que sacar el mayor provecho posible sin escrúpulos por los costos ambientales o sociales, ni por violar las normas que el mismo ocupante ha dictado. El chavismo primero desmontó la avanzada, aunque por supuesto perfectible, legislación ambiental que heredó de la democracia para intensificar el modelo extractivo alrededor de PDVSA, la empresa pública que descapitalizó con corrupción y comprando la lealtad de la población cooperante.

El Estado dejó de ser público cuando fue ocupado por la fuerza política, económica y militar que lo privatizó. Es un apartheid que se traduce en abusos a un grado mucho más profundo que en otros países arrastrados por la polarización política.

A continuación, mientras se derrumbó el ingreso petrolero y se extendieron los incendios y los derrames que evidenciaban el derrumbe de la industria energética, Maduro creó el Arco Minero del Orinoco para entregarle oficialmente a la FANB otra fuente de ingresos y de influencia. La nueva fiebre del oro militarizada ha puesto de cabeza la vida ya muy difícil de las poblaciones indígenas y criollas a lo largo de miles de kilómetros cuadrados, y ha traído tráfico de seres humanos y devastación de áreas naturales en sociedad con actores armados venezolanos y colombianos. Justo lo que mucha gente en la izquierda global, que no lee las noticias o decide ignorarlas, dice que EEUU hará con Venezuela. 

En segundo lugar, el Estado chavista divide a la población entre los que colaboran y tienen acceso a privilegios, y los que se oponen y por tanto están siempre bajo sospecha. Los leales son los patriotas, los revolucionarios, los verdaderos venezolanos; los demás somos vendepatrias, contrarrevolucionarios y apátridas, además de fascistas, guarimberos y terroristas. No nos han discriminado con la eficacia con que lo hicieron los mucho más organizados estados europeos ocupados por los nazis en la Segunda Guerra Mundial, claro, pero con la misma lógica. Y por ejemplo, quienes colaboran con el poder denunciando a los demás se llaman patriotas cooperantes. Es verdad que en los años de bonanza, los estímulos al consumo (con las devastadoras consecuencias económicas posteriores que conocemos) como los créditos baratos para comprar vivienda o vehículos, y el mismo régimen de control de cambio, alcanzaron a una gran parte de la población al margen de sus preferencias políticas. Pero también es verdad que desde Chávez, pero mucho más en la escasez de los años de Maduro, hay que demostrar lealtad para obtener algo del Estado, o pagar.

El Estado dejó de ser público cuando fue ocupado por la fuerza política, económica y militar que lo privatizó. Es un apartheid que se traduce en abusos a un grado mucho más profundo que en otros países arrastrados por la polarización política y la instrumentalización de las dicotomías “ellos versus nosotros” como EEUU, México o Brasil.

Así como usa el territorio como una mina y el Estado como un arma para exigir sumisión a cambio de beneficios, el chavismo invadió también lo simbólico, para justificar no sólo su llegada la historia –a tiros, por cierto, el 4 de febrero de 1992– sino también, y sobre todo, su permanencia en el poder para siempre. Impuso su marca, como quien clava una bandera, en el nombre del país, en el escudo y la bandera, en el calendario de fiestas nacionales y en el paisaje que nos rodea. Pintó de rojo todo lo que pudo;  renombró lugares; declaró como “territorio liberado” los municipios o estados que ganó por elecciones e impuso “protectores” en los que tuvo el voto en contra. No conforme con ocupar el presente, ocupó el pasado: reescribió la historia al abrir la tumba y reinventar el rostro del héroe nacional, al rehacer los libros escolares, al elaborar en su incesante, omnipresente propaganda un relato que reinterpreta cinco siglos y cuarto como una historia que los tiene a ellos, los jefes del ejército de ocupación, como protagonistas. El chavismo convirtió el aparato cultural público de la democracia en una cámara de eco para su discurso, como lo hizo con el servicio exterior, mientras combinaba la fuerza bruta y la legislación para censurar o estimular la autocensura de toda voz disidente. Bastante parecido a lo que hicieron los bolcheviques rusos cuando, al ganar la guerra civil de 1920, se apropiaron de Ucrania, Georgia o Bielorrusia y las rehicieron a su antojo.

Pero sobre todo, el movimiento que tanto cita la maldición de Bolívar contra el soldado que dispara a su propio pueblo ha mostrado muchas veces que, a la hora de lidiar con protestas contra sus abusos, es capaz de disparar contra gente desarmada que comparte su propia nacionalidad, con la misma falta de humanidad, de escrúpulos y de límites con que lo haría contra un enemigo armado y extranjero. Hacia 2002 era común oír gente en Globovisión diciendo que los guardias nacionales que reprimieron una concentración tenían acento cubano, y muchas veces se ha sobredimensionado el control cubano sobre los militares venezolanos, pero han sido estos últimos quienes, junto con civiles, han ejercido, o al menos permitido, las matanzas en las manifestaciones, las ejecuciones extrajudiciales en comunidades pobres, el secuestro y tortura de miles de personas, la industria de la represión que deja a familias enteras deshechas y a unos pocos oficiales con los bolsillos llenos. Todos esos patrones de crímenes atroces que han sido reportados por numerosas ONG venezolanas y globales, y por organismos internacionales como el Alto Comisionado de los Derechos Humanos de la ONU.

Son soldados y policías venezolanos, no estadounidenses, los que han atacado comunidades indígenas, han arrasado barrios en sus Operaciones de Liberación del Pueblo, y han hecho alianzas con irregulares colombianos y con megabandas como el Tren de Aragua.

Claro que no todos los policías y militares han disparado contra gente desarmada. Claro que buena parte de la violencia ha sido ejercida por actores irregulares. Claro que la vigilancia y el castigo contra los oficiales disidentes, desde Raúl Baduel hasta Ronald Ojeda, es implacable. Pero unos y otros han contribuido a la existencia de la misma pirámide de poder. Y el hecho es que el estamento militar en su mayoría, hasta ahora, ha optado por preservar el poder chavista, y por intensificar su comportamiento de ejército de ocupación, en cada ocasión en que ha podido tomar otro camino: las crisis de 2002 y 2003, las olas de protesta en 2014 y 2017, la elección no-competitiva de 2018, la toma de posesión ilegítima de 2019, el fraude de 2024 y la segunda toma de posesión ilegítima en 2025. 

La realidad venezolana versus el slogan anti imperialista

La lógica de ejército de ocupación, según la cual el chavismo no construye nada sino su propio poder, y hace lo que sea con la nación que mantiene invadida con tal de no perderlo, es lo que explica que hayan molido a palos esa gallina de huevos de oro que era PDVSA, que hayan provocado el mayor desastre económico de la historia contemporánea, que hayan hecho irse a una cuarta parte de la población. Esa relación con Venezuela y los venezolanos, de extractivismo sin límites y hostilidad sistemática, es un hecho medular para entender lo que está pasando con ese país. 

Por muy reaccionario y abusivo y autoritario que nos parezca el trumpismo, por muy cuestionable que sea el caso que está construyendo contra Maduro, por muy mal que suene la idea de que EEUU ataque a un país soberano, no se puede obviar que la población de ese país ya está sufriendo una invasión, a manos de su propio ejército. Es evidente para todos el historial de EEUU en este continente, pero en el caso particular de Venezuela, no ha bombardeado un palacio ni prendido fuego a un barrio ni sustentado una dictadura. Es ahora que cientos de venezolanos están viviendo historias de abuso por parte de agentes migratorios de EEUU o de los carceleros en Guantánamo o el CECOT de El Salvador. En efecto, desde que Trump regresó a la Casa Blanca, la larga historia de relación entre Venezuela y EEUU, que se remonta a los primeros días de cada uno de esos países, ha tomado otro rumbo. Sin embargo, fueron soldados y policías venezolanos, no estadounidenses, los que vejaron, torturaron, violaron o mataron a miles de personas en Venezuela en los últimos años. 

Son soldados y policías venezolanos, no estadounidenses, los que han atacado comunidades indígenas, han arrasado barrios en sus Operaciones de Liberación del Pueblo, y han hecho alianzas con irregulares colombianos y con megabandas como el Tren de Aragua.

Por eso uno escucha hoy testimonios, ante la perspectiva de una invasión estadounidense, como que “nada va a ser peor que Maduro”. Invasión que, por cierto, es muy improbable. Venezuela no es Vietnam, ni Irak, ni Afganistán. Tampoco es Panamá ni Grenada. Sigue siendo un país donde cientos de miles de personas han hecho enormes sacrificios para huir del régimen de Maduro y sobrevivir en Estados Unidos. 

A la hora de opinar sobre lo que nos está pasando, el pasado y el presente de la población venezolana tienen que pesar mucho más que cualquier cliché anti imperialista. En esta situación no hay héroes impolutos, pero para la gran mayoría de los venezolanos, como lo muestran la migración y las actas del 28 de julio de 2024, está muy claro cuál es el peor de los villanos.